abzû [crítica]


En marzo de 2012 salía a la venta Journey y empezaba el resto de la vida de AnaitGames. No fui el que mejor sintonizó con la grácil travesía por el desierto que proponía thatgamecompany, pero vi en los ojos de mis compañeros auténtica emoción y con el paso de los años, volviendo a surcar las dunas de su arenoso universo, he llegado a comprender el tremendo impacto que supuso aquella experiencia luminosa en ellos y en todo el mundo del videojuego. No digo industria, porque la onda expansiva traspasó cualquier tipo de barrera económica, de estrato sociolaboral o de frontera mercadotécnica; digo mundo porque el temblor creativo fue transversal y absoluto. Journey había bajado de los cielos como un alienígena avanzadísimo, nos había hablado en su idioma incomprensible pero de algún modo íntimo, y nos había humillado en el sentido más puro y neutro de la expresión: nos hizo sentir humildes, como si un destello súbito y de un brillo inabarcable nos ayudase a comprender en una fracción de segundo que solo somos niños sentados en el suelo, jugando a hacer chocar dos piedras, y que existen planos de conocimiento y de expresión tan por encima de lo que se suele hacer actualmente en videojuegos que casi se hace imposible calibrar la desproporción. Lo decían mis hermanos de las letras en su bellísimo análisis: «desde su misma concepción, Journey es una experiencia diferente y probablemente superior». Tal cual.

Desde el lanzamiento del juego, como tiende a suceder con todas las obras culturales de cierta profundidad y calado mediático, no tardaron en salirle réplicas más o menos tímidas. Journey es un juego con una personalidad fuerte y muy definida, así que la mayoría de juegos que nacieron a su sombra o brotados de las semillas de inspiración que dejó caer por todo el mundo no se atrevían a zambullirse totalmente en las aguas del homenaje reverencial y desatado o del heredero espiritual, solo metían en el pie y se limitaban a emular ciertas costumbres de thatgamecompany a la hora de comunicarse con el jugador. Imitaciones solo parciales y muy superficiales de un ejercicio de ambición que, si ya era complicado de entender e interpretar, más difícil debía de ser intentar copiarlo. Con Abzû, eso sí, las miradas estaban más pendientes y más dispuestas a juzgar: al fin y al cabo es obra de la misma gente que hizo Journey.

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Nadie en su sano juicio, eso sí, esperaría de Abzû algo comparable a Journey en cuanto a poderío creativo e importancia general. Si alguien buscaba algo así, que se lo saque de la cabeza. Si bien es cierto que el estudio Giant Squid está formado por gente que trabajaba en thatgamecompany, y que su principal responsable es el director artístico de Journey, Matt Nava, la ambición y el radio de alcance expresivo que el juego se plantea a sí mismo es mucho más modesto, mucho menos dado a significar una experiencia única, más propenso a la exploración relajada y contemplativa de un universo bellísimo pero que se reconoce a sí mismo más insustancial. Abzû huye del trascendentalismo eminente y convencido que hizo grande a Journey; si el juego de Matt Nava es un bonito aquarium bien cuidado y listo para el disfrute del jugador, el de Jenova Chen era el mismísimo océano bajo nuestros pies minúsculos de nadador intimidado.

Y es precisamente la experiencia subacuática la piedra angular de Abzû. Nava ha explicado en varias entrevistas a lo largo de los últimos meses que el submarinismo es una de sus pasiones, una actividad que practica desde la adolescencia y que con su juego quería sintetizar y ofrecer al jugador desde una perspectiva algo más abstracta. Un personaje humanoide que atraviesa las profundidades con ligereza, libre de bombonas y tubos, sin indicadores de oxígeno y sin medidores de presión y otros elementos del pesado equipo que —imagino— debe de hacer del submarinismo una experiencia en cierto modo agridulce. Una fauna real y realista que nos rodea, que interactúa consigo misma al plasmar ante nuestras narices las crueles verdades de la cadena alimenticia; animales a los que nosotros también podemos palpar. Cuando la criatura es lo suficientemente grande, un botón nos permite sujetarnos a ella y dejarnos conducir a su criterio o controlarla como si fuese un vehículo de carne y hueso. 

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Quizá sea lo más placentero de Abzû: aunque el entorno es de un preciosismo conmovedor —las estructuras y murales de una antigua civilización sumergida, la colorida vegetación, la textura oscilante de la superficie del mar vista desde abajo e incluso el cielo y las nubes si decidimos sacar la cabeza del agua—, el protagonismo absoluto se lo lleva el espléndido bestiario que habita las distintas áreas del juego. Peces de todas las formas, tortugas, caballitos de mar, medusas, calamares, delfines, ballenas y tiburones de todos los tipos; cada uno de ellos con su nomenclatura auténtica (que aparece si nos aferramos a ellos o si meditamos sobre una de las estatuas, algo que nos permite mover la cámara de animal a animal en una especie de viaje astral submarino) pueblan biomas distintos y muy diferenciados según avanza el juego, con una sorpresa maravillosa en el tramo final que entusiasmará a cualquiera que tenga un mínimo interés, aunque sea muy poco documentado, en los animales en general y la biología marina en particular.

En lo visual Abzû es uno de los juegos más bonitos de los últimos años, y roza lo turbador especialmente cuando nos introducimos en bancos densísimos de peces nadando en círculos. Se trata de una especie de pogo natural compuesto de cientos de animalillos plateados formando una bandada que solo altera ligeramente su trance cuando nosotros o un depredador atraviesa la maraña de criaturas danzantes. Es espectacular la cantidad de bichos que se mueven al mismo tiempo en esos remolinos, con un aspecto tan creíble y fluido. Es en uno de los pocos momentos en los que el juego logra rivalizar con Journey en el apartado estético, y es que aunque la famosa aventura desértica tenga ya cuatro años, las tremendas estampas de aquel entonces se antojan todavía inalcanzables.

Quizá ese sea el problema de Abzû para llegar a plantearse la excelencia: su manera de moverse, de hablarle al jugador y de expresarse en lo visual evidencia una clara voluntad de compararse con su mayor referente, de ser un Journey bajo el océano. En cierto modo esto resumiría la premisa, pero su obcecación con agenciarse gestos y ritmos del título de thatgamecompany acaban lastrando el disfrute del jugador que conoce el material en el que se inspira —y se dota de una sensación de impostura, de imitación, de la que es difícil despojarse— al no acertar a rematar del todo el proceso, no sabe cómo versionar partes esenciales del espejo en que se mira. 

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Desde el mismo planteamiento inicial, Abzû decide tomar prestado de Journey elementos que sabe que la gente identificará como tales, pero sin embargo deja de lado el gran núcleo totémico del juego que sacudió a tantas almas en 2012: la comunicación. Aquí la aventura es más individual y, por la historia que nos cuentan y la propia naturaleza solitaria del submarinismo, es una decisión coherente con la visión de Matt Nava. No hay nada malo en su idea ni en la mayoría de su ejecución; el problema está probablemente en que su autor solo ha hecho dos juegos —Journey y Flower, grandísimos éxitos de crítica los dos— y esta vez ha decidido jugar demasiado sobre seguro encajando su propuesta en un corsé estilístico que le viene a todas luces muy grande.

Depende mucho del tipo de jugador que uno sea, de sus experiencias vividas con el mando en las manos durante el último lustro, reconocer los problemas de Abzû o limitarse a la exploración contemplativa y la resolución de puzles sencillos que contiene un juego relajante y bonito como pocos. Los crescendos que nunca culminan como deben, los momentos de indeterminación y la alargada sombra de Journey en la que Abzû se refugia de forma deliberada y temeraria no son mancha suficiente como para ennegrecer un juego estupendo que demuestra un buen dominio de los espacios y los tiempos —se completa en dos horas y media y da la sensación de que acaba justo cuando debe hacerlo—, una dirección artística impecable —la fauna es minimalista sin dejar de parecer realista, algo que tiene un enorme mérito— y un magnífico acabado general. Al final tiene la ventaja de que sus defectos lo son solo en la medida en que uno esté dispuesto a verlos sin dejarse distraer por el resto, y en ese sentido Abzû sabe perfectamente cómo deslumbrar la mirada crítica y abrazarla con una belleza sosegada y apacible. A golpe de mar, como suele decirse, pecho sereno. 9

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